Una mecedora
en el porche
Camarón de la Isla, señor de Montreux
Francia fue siempre plaza favorita para los artistas de jazz, especialmente de los estadounidenses. Solo le faltaba un festival de nivel, cuestión que se saldó en 1967 con el Festival de Jazz de Montreux. El certamen logró convocar en sus primeras citas a figuras como Miles Davis, Bill Evans, Keith Jarrett o Nina Simone. La respuesta de artistas y público fue tan entusiasta que en 1970 el certamen se abrió a otros géneros y por su escenario pasaron Led Zeppelin, Pink Floyd o Deep Purple. Pese a todo, la verdadera revolución de Montreux llegaría a finales de los 80, hasta convertirse en uno de los eventos musicales más importantes de todo el mundo. Y en esa transformación tuvo mucho que ver Quincy Jones, quien vivía por aquel entonces una segunda edad de oro tras sus éxitos junto a Michael Jackson, y que aceptó encantado la invitación para producir varias ediciones del festival.
En busca siempre de ideas originales y nuevas figuras, Jones acogió con sumo placer la propuesta de Pino Sagliocco –¿de quién?– de organizar una jornada consagrada a la música española, y más concretamente al flamenco. Spain, where new music lives (España, donde vive la nueva música) fue el lema que presidió una noche flamenca en Montreux en 1991, que Jones justificó explicando que “el flamenco, como el blues, provienen del dolor, y cuanto más dolorosos son, más profundidad tienen. Ese dolor y esa profundidad son las que convierten al flamenco en algo auténtico y muy diferente de lo que se hace musicalmente en el resto de Europa”.
Manolo Sanlúcar, Lole y Manuel, El Pele (cantaor que había fascinado a Prince y David Bowie), Charo Manzano, Antonio Carbonell, Moraíto Chico, Vicente Amigo y Tino di Geraldo eran los nombres que iban llenando el cartel para esa jornada histórica, pero faltaba el gran show, el español que pudiese codearse con otros primeros espadas de la edición, como Ella Fitzgerald, Sting o la gran estrella de ese año: Miles Davis. Lo que Jones ignoraba era que todo aquello no era más que el marco que Pino Sagliocco había concebido para presentar a nivel internacional, con la relevancia que requería, al flamenco que lo tenía fascinado: Camarón de la Isla.
Lost in Barcelona
A mediados de 1990 la salud del cantor gaditano José Monje, Camarón de la Isla, andaba ya tan debilitada que no iba a ningún sitio sin la compañía de su viejo amigo José Candado, a la sazón ATS, consagrado a velar por el buen estado del artista. Candado, junto a Tomatito, guitarrista y amigo íntimo de José, formaban toda la comitiva que acompañaba a Camarón ese día en un viaje para tomar parte en una velada de música española en nueva York junto a Ketama y El Último de la Fila. Pero cuando llegaron a Barcelona perdieron el vuelo de enlace y se quedaron literalmente tirados en el aeropuerto del Prat. Ninguno llevaba encima tarjetas de crédito, así que no había manera de comprar nuevos billetes. Decididos a abandonar, tuvieron la suerte de cruzarse en el vestíbulo del aeropuerto con Pino Sagliocco.
Sagliocco era un carismático empresario artístico italiano de gran proyección internacional, que quedó horrorizado al comprobar que Camarón no contaba con un road manager para ocuparse de problemas de intendencia como aquel. Sagliocco convenció al cantaor de que no podía faltar a su cita y le compró tres billetes en business class. A partir de aquel día, el italiano iba a ocuparse de la carrera del gaditano, o más bien de intentar proyectar esta hacia un éxito internacional por el que, hasta el momento, nadie se había preocupado. Y una de las primeras cosas que hizo fue hablar con Quincy Jones.
El que fuera productor de Frank Sinatra o Michael Jackson escuchó con sumo interés varias grabaciones del cantaor, y efectivamente quedó deslumbrado por la fuerza dramática de su voz. Lo quería en Montreux. Teddy Bautista aceptó que la SGAE respaldase económicamente aquella velada española, aunque Sagliocco tuvo que añadir de su bolsillo hasta alcanzar los ocho millones necesarios para que Camarón protagonizara el cartel de aquel 6 de julio de 1991; y mereció la pena hasta la última de aquellas pesetas.
“Y este negro, ¿quién es?”
Minutos antes de salir al escenario, los nervios devoran a José Monje. ¿Qué sabe de tarantos, fandangos y bulerías toda esa gente que abarrota el Casino de Montreux? No hace más que colocarse bien el cuello de la camisa blanca que luce bajo un terno negro de gala. Tomatito viste igual. El guitarrista le tranquiliza diciéndole que todo va a ir bien, que no lo piense; que él, a lo suyo. A cantar.
Es el propio Quincy Jones quien presenta a la pareja. El escenario se llena entonces con esos dos hombres, uno sentado junto al otro, uno a la guitarra y el otro haciendo son con las manos. Las pulseras de oro en las muñecas de Camarón parecen bailar más de la cuenta. Está delgado, mucho, y pálido, demasiado. Pero firme. Tomatito, por su parte, se toma su tiempo con una larga introducción. Un guitarrista prodigioso en verdadero estado de gracia. El ruido entre el público va replegándose mientras el rimo se impone. Entonces, Camarón empieza a cantar –unas alegrías: “Verea del camino, fuente de piedra, cantarillo de agua lleva mi yegua….”–, y el silencio puede cortarse en la noche de Montreux. Cuando, ocho minutos después, el de San Fernando acaba el cante poniéndose en pie, impulsado por la emoción, la sala estalla en aplausos y vítores. Contarán algunos que, entre bambalinas, Quincy Jones llora de emoción.
La actuación de Camarón de la Isla apenas dura 50 minutos, sudados cada uno hasta la última gota del alma. Sagliocco ha previsto un final por todo lo alto, con Manolo Sanlúcar y Lole y Manuel uniéndose al dúo para entonar juntos Soy gitano, uno de los últimos éxitos del cantaor. Pero cuando llega el momento no hay quien encuentre al matrimonio sevillano, mientras que el guitarrista dice que no sale porque no sale. Y punto. Así que Sagliocco improvisa y son Charo Manzano y El Pele quienes se disponen a acompañar a Camarón al cante, mientras que el guitarrista Moraíto Chico y el cajón de Tino di Geraldo arropan sus voces.
Aquellos cambios y los continuos esfuerzos del Pele por lucirse bajo los focos desconciertan a Camarón, que no hace más que mirar a Tomatito. Pero cumplen, todos, y el público disfruta, eufórico. Lo pasa tan bien que encadena los aplausos tras Soy gitano con unas torpes palmas jaleando el ritmo de las bulerías que le siguen. Aquel desbarajuste rítmico saca de sus casillas al cantaor, que se acerca al micrófono para decir: “Por favor, si nos dejáis, escucháis mejor y nosotros nos concentramos mejor. Muchas gracias”. En un instante, un respetuoso silencio vuelve a inundar el Casino de Montreux, mientras la fiesta prosigue en el escenario. El gaditano disfruta tanto que llega a animarse a salir a bailar por bulerías antes de despedirse con unas sevillanas improvisadas. Fin de fiesta apoteósico para un concierto breve pero intenso. Cuando el cuadro abandona el escenario, los aplausos y la reclamación de más flamenco se alargan varios minutos. Al día siguiente, la actuación del gitano rubio de San Fernando quedará reflejada en diarios de medio mundo. Un hito para Montreux y para la música española.
Quincy Jones corre entonces a estrechar la mano de aquel hombre de mirada tímida y hombros caídos. Pino Sagliocco custodia el camerino. Camarón está solo, a puerta cerrada, como hace tras cada actuación para recuperarse emocionalmente. Jones implora poder conocerlo y pide al italiano que le haga de intérprete: “Dile que nunca he estado tan cerca de alguien que me haya enseñado así su alma. Es un honor estar aquí y haberlo conocido”. Camarón sonríe y asiente, respetuoso. Luego se acerca a Sagliocco y le susurra: “Pino, este negro, ¿quién es?” Afortunadamente, ese negro se ha asegurado de que el recital de Camarón y Tomatito sea registrado en audio y vídeo con la mejor tecnología disponible (en 24 pistas y alta definición), quedando así para la posteridad.
Aún en Montreux, Pino Sagliocco fantasea con los planes que pondrá en marcha para hacer de Camarón el artista internacional que merece ser, y cuenta para ello con el apoyo incondicional de Quincy Jones. Lo harán famoso en todo el mundo, una primera figura. Pero ese anhelo quedará truncado apenas un año más tarde, el 2 de julio de 1992, cuando el cáncer de pulmón que padece se lleve consigo a José. Fue entonces cuando se convirtió en leyenda.
(Artículo publicado originalmente por Javier Márquez Sánchez en la revista Esquire, en septiembre de 2021)